miércoles, 27 de abril de 2011

Y compartiendo su muerte vivieron felices para siempre II


Emprendió camino al reino, escuchando los murmullos secretos, viendo lo que no debía y entrenándose para entrar en la fortaleza. Aprendió a ser tan silenciosa como el viento, y tan escurridiza como un gato. Entró con facilidad al castillo, moviéndose con cuidado por los pasillos,  buscando en silencio a su príncipe, entrando en cada habitación del lugar. Creyó encontrarlo, pero se equivocó, fue a la reina a quien vio, jactándose de la maldición del príncipe, de cómo aun con él a su lado seguiría vigente, de cómo aun si moría la maldición lo perseguiría, y de que no había nada que hacer. Estuvo a punto de desfallecer, pero resistió y con lágrimas en los ojos siguió su camino, más cuidadosa y más silenciosa. Escuchó a unos guardias y corrió, buscando una puerta para esconderse. Entró en la primera habitación que vio y la cerró con sumo cuidado, suspirando de alivio se volteó para ver donde estaba. Pero se quedó petrificada, frente a la ventana, su príncipe observaba el reino, de espaladas a ella, vestido de blanco, como un ángel. Un sonido, entre un gemido y un grito se escapó de su boca al reconocerlo, el se volteó de inmediato, con la sorpresa en los ojos. Las lágrimas se derramaban de los ojos de la joven, y él corrió a abrazarla, la estrechó entre sus brazos por largo rato, susurrando las palabras que tanto había querido decirle, recalcando lo mucho que la amaba, de que como esta vez iba a ser diferente, que iban  a ser felices, interpretando sus lágrimas como lágrimas de felicidad, pero no lo eran, ella sabía la verdad, nunca serían felices, siempre pasaría algo.
        Intentó explicarle la maldición, pero de repente la puerta se abrió de golpe, dejando ver a una reina feliz, con una sonrisa cruel en sus labios. Él abrazó más fuerte a la joven, diciendo que nunca la dejaría, y que no podía hacer nada para evitarlo, la reina rio, explicándole la maldición pero omitiendo el detalle más importante. La joven, impotente se volteó y la encaró gritando que habría una forma, pero antes de poder responder nada, el joven, preso de una furia incontrolable, le quitó la daga que tenía ella y la lanzó a la reina. El cadáver cayó en picada, dejando la puerta abierta tras sí, fuera se oía el bullicio de los guardias, ambos se miraron con terror y él se apresuró a cerrar la puerta. Después se volvió hacia ella y la abrazó diciendo que por fin eran libres, que huirían y serían felices. Pero ella se separó, mirándolo llorosa, y le dijo que aún con la reina muerta, el seguía estando maldito. Con pesadez se levantó y desató un frasco del tamaño de un puño, y se lo tendió. Las lágrimas le saltaban de los ojos, “Ten, es la única forma” extrañado, olió el contenido del frasco, el olor dulzón de la ponzoña lo impregnó. Llorando, también, lanzó el frasco a la pared, diciendo que esa no era la opción, negándose a dejarse ir, pero eso solo  provocó la pena de ella, que en un suspiro, tratando de contener más lágrimas, se volteó y caminó hacia la ventana. Mordiendo con fuerza su labio pensó en otra solución.  Sin fuerzas sacó delicadamente otro frasquito, mínimo, con  dos pequeñas bolitas en él, se metió una a la boca y se volteó con violencia hacia él.  Lo besó con furia, como si el mundo se fuese a acabar, el, como esperaba, le devolvió el beso, y cuando abrió un poco la boca, ella empujó la pelotita dentro de él, se separó y le cerró la boca con las menos, haciendo que tragara. Después el se derrumbó en sus brazos, con los ojos anegados en lágrimas ella lo abrazó, sonriéndole, diciéndole que la esperara y lo mucho que lo amaba. Su vida se desvanecía, pero se sentía feliz, lo último que vio fue a su amada sonriendo, y sus últimas palabras fueron un “te amo”. Al oír esto, ella se tragó la otra fruta, desvaneciéndose con él.
        Y así, en su muerte, vivieron felices para siempre.